viernes, 19 de octubre de 2012

El noble y el siervo



Imaginemos la siguiente novela: un padre amoroso sale de la oficina. Ese día cobra su sueldo, el cual le basta y sobra para mantener a su bella familia. Así es que le quedan muchos billetes para ahorrar. Llega a casa. Su mujer lo recibe con un beso. La cena deliciosa está ya preparada y sus hijos adolescentes se sientan a la mesa luego de lavarse las manos. Hablan de lo bien que les va en la escuela. Planean salir de vacaciones de verano. Como la hija está por cumplir los dieciocho años, el padre le pregunta qué coche le gustaría de regalo. La madre le da un beso…
El lector comienza a desesperarse. ¿A qué hora el maldito marido-padre perfecto se volverá loco? ¿Cuándo va a estrangular a la mujer? ¿En qué capítulo comenzarán a notarse sus deseos por la hija? ¿Y el hijo bueno para nada? ¿Es narco? ¿Tiene alguna adicción? ¿Acaso la mujer se entrega a cualquier amante mientras el marido está en la oficina?
Y es que ¿a quién diablos le interesa la armonía, la felicidad? A todos, nos diremos si hablamos de nuestras vidas. A nadie, responderemos si nos referimos a una novela.
A los escritores nos gusta la democracia, pero escribimos sobre la dictadura; preferimos la paz, pero se novela la guerra; amamos la libertad, pero narramos las cadenas; condenamos la tortura, pero nos solazamos al precisar las técnicas de un torturador. Y en la misma sintonía están los lectores. ¿Por qué nos seduce lo patético?
¿Acaso disfrutamos las penurias de los personajes porque son ajenas? ¿No será que también disfrutamos las desgracias de nuestros vecinos, amigos o desconocidos? ¿De cualquiera que no seamos nosotros? Dostoievski asegura que sí.
Además, entre más intelectual o educado o adinerado es el ser humano, resulta menos compasivo. Para muestra tenemos toda la literatura rusa del siglo XIX. El campesino sufre sin chistar, muere sin temor, ama sin conveniencia. En cambio, los sentimientos de los nobles son menos nobles.
Cuando los nobles empobrecían o enfermaban o caían en desgracia, eran abandonados por todos los de su clase. Solo los fieles siervos seguían a su lado; como sirvientes y como familia amorosa. El desdichado Iván Illich es una muestra. O podemos verlo muy claramente en la novela Los señores Golovliov, de Mijaíl Saltikov.
En sus dudas existenciales, espirituales y religiosas, Dostoievski y sus contemporáneos llegaron a pensar que la única salvación era “adoptar” el alma de los campesinos. Ahí es donde cabía la bondad, posibilidad de salvarse, si es que existía la vida en el más allá. Romantizaron el alma rusa en el alma campesina.
Como nada se demostró sobre la esencia del hombre, vino el desencanto y los campesinos pasaron a ser en las novelas otra vez seres salvajes, aunque sí, con su dosis de religiosidad absurda y capacidad para amar.
En términos espirituales, yo no sé si vengan mejor la ingenuidad y sencillez que la ilustración y la reflexión. Luego de leer incontables novelas al respecto, sumo más dudas que respuestas. Lo que sí me queda claro, es que si me dieran a elegir una vida, prefiero la del bribón noble ruso que la de sus bondadosos siervos. Así me vaya al infierno.

viernes, 12 de octubre de 2012

Tengo orgullo de ser del norte


Hace veinte años, cuando publiqué mi primera novela, comenzaba a hablarse de un supuesto fenómeno llamado “Literatura del norte”. Nunca supe bien de qué se trataba. Por supuesto Monterrey estaba en el septentrión mexicano, pero ¿qué tiene que ver la geografía con la palabra?
Si hay más distancia entre Monterrey y Tijuana, que entre Monterrey y el D.F., ¿por qué nos gusta la división norte-sur y no la oriente-occidente?
¿Que yo soy escritor del norte? ¿Qué significa eso? ¿Acaso significa que me he de poner un sombrero vaquero, una cuera tamaulipeca y gritar “ajúa” cada vez que me sale una buena frase?
Sin embargo acepté el mote de escritor del norte, pues eso me llevaba a encuentros y congresos donde bebíamos mucha cerveza y la pasábamos bien.
Nos hacía gracia cuando alguien mencionaba que la norteñés era una estrategia comercial, ya que no solemos agotar las primeras ediciones ni ganar premios de relumbre. Otros lo tomaban como un intento del centro de decir que éramos regionalistas, de pocos alcances, pues siempre había que cargar con una etiqueta que minimizaba el cosmos. Los escritores del centro eran mexicanos; nosotros éramos meramente tijuanenses o regiomontanos o culichis. A Jesús Gardea, un narrador excepcional, lo sepultó la crítica al llamarlo “narrador del desierto”.
Si bien, luego de mucho repasarlo, acabé por aceptar una característica en los narradores del norte: somos bárbaros y primitivos, como el resto de los norteños. Esta revelación me llegó con la anécdota que ahora cuento:
En cierta ocasión leía el libro de un célebre narrador capitalino. En una de las páginas me topé con este enunciado: “una puerta de cristal biselado”.
Hube de interrumpir mi lectura para llamar a Felipe Montes. Ni siquiera tuve que hacerle una pregunta. Tan sólo dije: “Puerta de cristal biselado”, y él de inmediato me respondió: “Puerta de vidrio”. Claro que sí, le dije, no hace falta más. Y colgamos.
A los dos minutos me llamó para preguntar: “¿Por qué no simplemente puerta?”.
Le expliqué que quienes estaban fuera, miraban hacia dentro; y los de dentro miraban hacia fuera. Colgamos.
Volvió a llamarme a los dos minutos. “Pues deja la puerta abierta”.
En el contraste entre una puerta abierta y otra de cristal biselado, entre echarse un trago y degustar un Château La Fleur-Pétrus 82, entre ponerse los zapatos y calzarse unos botines Salvatore Ferragamo de piel de becerro, entre simplemente “ir”, y “abordar una Cadillac Escalade color negro para dirigirse a”, está la esencia de la diferencia entre la narrativa del norte y la del centro.
¿Que somos bárbaros? Sí. ¿Poco sofisticados? ¿Secos? También. La frase es bien conocida: “Donde comienza la carne asada termina la civilización”.
Tal vez sea verdad; pero ¿a quién no se le hace agua la boca nomás de pensar en una arrachera con aguacate, chiles toreados, tortilla de harina y una cerveza bien helada?

viernes, 5 de octubre de 2012

Otra vez el Nobel


Por estas fechas se vuelven a renovar las apuestas sobre el Nobel de literatura. Mi preferido, Ismail Kadaré, no aparece por ningún lado. En cambio ahí está otra vez el eterno Bob Dylan con su numeroso apoyo de profesores universitarios sesentaiocheros, seguro en su mayoría de Berkeley. Según las casas de apuestas, el músico seudoliterato tiene momios de 10/1.
A Kadaré no sólo lo admiro. Lo envidio profundamente. Más allá de una obra inteligente, sensible, extraña, provocadora y bella, tiene una novela que me hubiese gustado escribir: El general del ejército muerto. Para mí, leer esa novela fue como enamorarme de una mujer ajena e inalcanzable. Un amor triste, una obsesión.
Para quien no la haya leído, resumo el tema: en los años sesenta, un general es comisionado para que vaya a Albania a recuperar los cadáveres de los soldados caídos en la Segunda Guerra Mundial. La aventura se convertirá en un grotesco símbolo de la inutilidad, tanto de su misión, como de la guerra. Quizá también de la vida.
Mejor aún, quien no la haya leído debería dejar en este punto mi texto, el suplemento Laberinto y dirigirse a una librería. Pero hay que apurarse, pues en todo México no habrá más de veinte ejemplares de esta novela. Ya conocen a los lectores que mandan en las librerías: en vez de buena literatura, quieren leer novelas de chupasangres y detectives de pacotilla.
El mismo Kadaré mostró este tipo de envidia por otra novela: Un puente sobre el Drina, de Ivo Andric, solo que en vez de verla como mujer ajena, se puso a cortejarla. Acabó escribiendo El puente de tres arcos, un texto valioso sobre la construcción de un puente y las historias y leyendas en torno a él, aunque sin la ambición de la obra maestra del escritor bosnio.
Amigo lector, si no consigue El general, puede llevarse alguno de los excelentes premios de consolación de Kadaré. Por ejemplo, Abril quebrado. Un mundo donde la tradición es más poderosa que la conciencia; la historia de familias que tienen siglos matándose unos a otros, pues así lo ordena el Kanun.
Quizás en alguna librería encuentre El nicho de la vergüenza. Ahí se enterará de los cuidados que se le dan a la cabeza de un decapitado para poder exhibirla en una plaza.
O la Crónica de la ciudad de piedra, un terrible y bello relato sobre un pueblo albanés durante la Segunda Guerra Mundial.
O alguna de las novelas donde nos narra los absurdos y las angustias de la vida en Albania durante los años del comunismo.
Es difícil hallar un autor que nos haga reflexionar sobre las extravagancias de la historia, el poder y el individuo de modo tan atinado y profundo como lo hace Kadaré. Que nos haga comprender nuestra también extravagante situación a través de relatos que parecen lejanos en la geografía, el tiempo y la cultura. En Kadaré hay verdad. Esa verdad que sólo puede decirse con novelas.
Si yo fuera académico sueco no dudaría en darle el Nobel. No para inflarle el ego y colgarle una medalla y entregarle su chequezote. Sino porque es importante darle aire a sus libros. Porque es necesario que un habitante de este mundo no se vaya al otro sin antes haberlo leído.