jueves, 30 de agosto de 2012

Democracia global


Al gordo Comodoro hay que llevarle chocolates; de lo contrario, no habla. Está sentado en su eterno sillón de mimbre, mirando una nube de polvo que se cuela por la ventana. Se zampa el primer chocolate, ya blando por el calor. Está descamisado, y me desagrada ver su barriga blancuzca de tres pliegues.
En nuestra conversación anterior se quedó dormido cuando hablaba de la democracia mundial. Le pido que continúe con el tema.
Ah, Toscana, otra vez con eso. Tratándose de política, el todo es menos que la suma de sus partes. Hay países, como los Estados Unidos, que internamente funcionan como una democracia, mientras por fuera se pasean con espíritu de despotismo nada ilustrado. Así, el mundo no será una democracia ni aunque todos los países del globo tengan gobiernos democráticos.
¿Tienes alguna propuesta?
La credencial de elector global. Si tanto hablamos de globalización, incluyamos también la política. Dividimos a los países en activos y pasivos; tornillos y tuercas; machos y hembras, o como quieras. Los pasivos se las pueden arreglar solos. Está muy bien que Belice tenga sus elecciones y que solo voten los beliceños.
Comodoro, le digo, usas un mal ejemplo, porque Belice…
No me corrijas, Toscana, que no somos iguales.
Guardo silencio y Comodoro continúa.
Pero si un país quiere ser protagonista, si quiere profanar con su planta mi suelo, entonces debe darme derecho al voto; para eso tendré mi credencial mundial con fotografía.
A mí me afecta quién se muda a la Casa Blanca, pues ahí se deciden cuestiones de migración, inversiones, estabilidad del peso, políticas contra el crimen o a favor de este, deuda externa; desde allá le dictan a mi presidente cuándo y cómo debe encorvarse. Ergo, yo debería tener el derecho de votar en sus próximas elecciones presidenciales.
Me parece utópica tu propuesta.
Ah, Toscana, entonces ve a escribir tus novelitas y déjame en paz; pero antes escúchame. No pretendo que mi voto valga tanto como el de un gringo, pero digamos que los votos mexicanos puedan valer un tercio de punto. A los ciudadanos de otro país más independiente, como Brasil, se les darían votos que valgan una décima de punto.
Comodoro mete la mano a la caja de chocolates y se come dos; luego se lame los dedos.
¿Qué pasa con Oriente Medio?
Los votos de cualquier país candidato a ser invadido por mero espíritu republicano valdrían tres puntos.
¿Más que el voto de un estadunidense?
Por supuesto. Para un gringo promedio, votar se reduce a asuntos de impuestos, precio de la gasolina y seguridad médica. Para otros pueblos es mucho más relevante. Ya hice los cálculos. Si en las elecciones gringas del 2004 hubiese votado el mundo entero, Bush habría obtenido solo el dos por ciento de los votos. Y sin embargo, en su país, y con ciertas técnicas priistas, logró la mayoría.
¿Y en las siguientes elecciones?
Pregúntame hasta noviembre, y entonces estaré seguro. Por lo pronto estimo que los electores mundiales le darían a Obama el 90 por ciento. Sin embargo, de aquí a noviembre no podremos empadronar al mundo, así que Romney tiene posibilidades de ganar. Pero no me gusta hablar de política, sino de mujeres.
Yo asiento y me despido, aunque viéndolo ahí, obeso y enchocolatado, estoy seguro de que su tema no son las mujeres.

sábado, 25 de agosto de 2012

Muerte por asilo


En la novela de Mijaíl Bulgákov, El maestro y Margarita, la sociedad de escritores tiene su sede en una casa que llaman “Griboyédov”, pues supuestamente ahí habría vivido Alexandr Serguéyevich Griboyédov, autor de una de las más populares obras del teatro ruso, cuyo título se ha traducido de distintos modos, entre los cuales mi preferido es La desgracia de tener talento.
El zar Nicolás I nombró a Griboyédov su ministro plenipotenciario en Persia, sin saber que el escritor pronto tendría el final más trágico de la literatura. Militar de agallas y recién casado con la duquesa Nino Chavchavadze, de dieciséis años, a quien dejó embarazada, ejerció una breve misión diplomática.
Y es que al poco tiempo de llegar a Teherán, se presentaron en la embajada tres armenios para pedir asilo: un eunuco y dos mujeres del harén del sultán. Griboyédov los recibió, pese a que ninguno de los tres perseguidos representaba lo más selecto de la sociedad ni lo más relevante de la intelectualidad.
Los persas, azuzados con argumentos políticos y religiosos, reunieron una numerosa turba frente a la embajada para gritar consignas y amenazas. Ante la decisión de Griboyédov de respetar el derecho de asilo, la muchedumbre atacó la embajada.
Aunque los rusos defendieron durante un tiempo su embajada, la acometida de cientos y hasta miles de teheranís se volvió todopoderosa. Las crónicas cuentan que hubo sólo un sobreviviente. El embajador cayó, espada en mano, quizá pensando en un deber o en una ética, o quizás en ese caso sean lo mismo. Su cuerpo fue arrastrado por buena parte de la ciudad. Hombres, mujeres y niños se habrán divertido con el indigno acarreo del cadáver. Más tarde, un carnicero se encargó de trozarlo.
A pedazos de carne quedó reducido un sagaz intelectual que dominaba el griego, latín, inglés, italiano, alemán, francés e incluso el persa moderno, al punto de haber escrito versos en ese idioma. Un escritor de los de antes, que conocía a los clásicos. Muy orgulloso se habrá sentido el matarife.
El zar no quiso crear un conflicto con Persia, pues en ese momento necesitaba de su apoyo en la guerra que libraba contra los turcos, de modo que aceptó un enorme diamante en calidad de disculpa. La zarina, encantada. Además, el gobierno ruso no acababa de asimilar las ideas vanguardistas del buen Griboyédov, pues al momento de su muerte, su famosa obra de teatro aún se encontraba prohibida. El propio Dostoievski reaccionó ambiguamente ante La desgracia de tener talento. El personaje principal le parecía inteligente, cultivado, ingenioso, pero tal vez demasiado europeo.
Para la duquesa Chavchavadze no hubo disculpa que valiera. Parió un niño muerto cuando llegaron las noticias de Teherán.
Según se desenvuelvan las cosas, veremos hasta dónde el gobierno de Ecuador procede como Griboyédov, y hasta qué punto el británico se comporta como una turba primitiva, linchadora y descuartizadora. Eso sí, pase lo que pase, la justicia sueca ya quedó como dócil concubina del harén anglogringo.

viernes, 17 de agosto de 2012

Olha que coisa mais linda


Hace tiempo estaba con un profesor gringo en los Estados Unidos. Me llevó a su casa y me mostró su enorme biblioteca dedicada exclusivamente a literatura mexicana, pues esa era su especialidad. Entusiasmado, fui recorriendo los estantes y detectando algunas obras que tenía ganas de leer.
¿Qué te pareció ésta?, le pregunté mientras le mostraba una novela. Él hizo un gesto de quien algo huele mal. Es muy aburrida, me dijo.
¿Y ésta?, saqué un ladrillón de un estante superior. No te la recomiendo, me respondió.
Seguí revisando y le mostré una tercera. Pura violencia gratuita, me dijo. El final es ridículo.
Cuando salí de su biblioteca le dije: Eres experto en algo que no te gusta.
Para darnos idea del extremo de la especialización en las universidades, cuento que una vez conversaba con quien se dice el mayor conocedor de Don Quijote en la academia gringa. Entre café y café, le hice una pregunta sobre el Quijote de Avellaneda. “No lo he leído”, me contestó. “Sólo soy especialista en el Quijote de Cervantes”.
Y así, son numerosos los mexicanistas o latinoamericanistas que saben poco o casi nada de los clásicos rusos, franceses, alemanes… Especialistas en Rulfo no leen a los autores que leía Rulfo.
Hace ocho meses hablaba sobre esto en Sao Paulo, en una palestra sobre crítica literaria, y rematé diciendo: Por eso Toscana no da clases en universidad, pues los cursos son sobre literatura de tal país o región o época o género; y yo soy sólo especialista en las novelas que le gustan a Toscana.
Entre el público se levantó una mano. Un profesor de la Universidad del Estado de Río de Janeiro dijo: Eu gostaria invitar você na minha universidade, para que fale dos romances que Toscana gosta.
De modo que hoy escribo esto sentado frente a una ventana que da al parque de Flamengo.
Las universidades de Brasil están en paro desde hace algunos meses; pero cuando se habló con el comité de huelga, “el señor viene de México y va a hablar de literatura”, las puertas se abrieron.
Brasil debe ser hoy el lugar más interesante, bullente y vivo del mundo. Profesores brasileños han dejado sus cátedras en países oxidados del primer mundo para volver a su país, pues se percibe que algo grande se está cocinando y no se lo quieren perder.
El entusiasmo e interés del público que asiste a los teatros no lo he visto en otras ciudades tradicionalmente teatrales, como París o Nueva York. Ahora Río y Sao Paulo son esos lugares donde si puedo hacerla ahí, puedo hacerla en cualquier parte.
Gran mentira que este sea un país de samba y futbol. Los brasileños tienen hambre de saber, tocar, probar, cuestionar, apreciar. Por eso se han volcado hacia las universidades, y la respuesta de éstas fue complicar el ingreso y la permanencia vía ataques al bolsillo.
Es una lástima que ahora Brasilia quiera gastarse una fortuna en promover a ignorantes que corren, brincan, forcejean, nadan y se equilibran en una barra; meterle una fortuna al futbol y las olimpiadas mientras deciden retirarle el apoyo a la educación.
Cualquier asalto que se haga a las universidades por parte del Estado no es una mera insensatez del gobierno. Es un crimen contra la humanidad.

viernes, 10 de agosto de 2012

Mozart y el ruido


Una de las muertes más romantizadas del arte es la de Mozart. Porque era un genio, porque era joven y porque se dice que acabó en una fosa común. Esto último lo ha convertido en el arquetipo del artista pobre, si bien aquí hay una dosis de leyenda.
Mozart terminó en algo que pudiéramos llamar tumba compartida, con otras cuatro o cinco personas. Cosa normal incluso en nuestros días, pues la mayor parte de la gente acaba en sepulcros ya ocupados por otros esqueletos.
Sin embargo, lo que ahora traigo en la cabeza no es su morada de muerto sino de vivo.
El último departamento que habitó Mozart, se ubicaba en la Rauhensteingasse, en el mero centro de Viena. Ya no existe, pero tuvo alrededor de 150 metros cuadrados. Busqué pisos equivalentes en esa zona, y la renta promedio es de 2,800 euros al mes, o sea, unos 46 mil pesos. El precio de venta se acerca a los 30 millones de pesos.
Sé que los bienes raíces no son comparables de modo directo, pero en cualquier momento de la historia, habitar un céntrico piso de Viena es señal de que no se vive en la miseria.
No me hubiese gustado ser su vecino. Podré admirar su música, pero escuchar sonsonetes y vibraciones tras las paredes dista mucho del placer de la música de cámara. Lo sé bien.
En términos sonoros, el mejor vecino es un escritor, pues nadie ama tanto el silencio y se dedica a una actividad tan silenciosa. ¿Qué batahola puede provocar con arrastrar la pluma, rasgar un papel, digitar un teclado? Y nadie sufre tanto por el ruido. Ahí está el cuento de Chéjov sobre un escritor que necesita silencio. Se titula “¡Chist!” o, al menos, así se tradujo.
Este es para mí un tema recurrente. El ruido. ¿Por qué nuestra sociedad está enamorada de él?
Los teléfonos pitan cada vez que oprimimos una tecla; la gente habla como si no confiara en el aparato sino en el volumen de su voz. La computadora dispara un sonido cada vez que abrimos o cerramos un programa, cometemos un error, y no sé cuántas alarmas más. Para trabajar en silencio, tuve que desactivarle más de sesenta sonidos. Los juguetes de los niños son un suplicio sonoro. ¿Y luego por qué hablan siempre con gritos? Se abren y cierran puertas con traqueteo de más.
Las cámaras digitales reproducen el rumor del movimiento del rollo. Algunos lectores de libros electrónicos incluyen un sonido de cambio de página. ¿La risa tiene que ser algo tan estrepitoso? ¿Por qué las damas confunden sus tacones con tambores?
En la escala de Toskanski, el sonido más desagradable es el ronquido; el más bello es el gemido de una mujer.
Cuando comencé estas líneas, tenía idea de describir el modo como han vivido los artistas pobres. Pensé en Van Gogh. Ya quisiera cualquier mortal vivir en el sur de Francia, mantenido, bebiendo vino y comiendo foie gras; en los poetas románticos ingleses, que habitaban lo que hoy son lujosas casas de campo; en Dostoievski que, pobre pobre, se la pasó viajando y apostando.
Pero se me metió en los oídos y en el hígado el sonsonete de mi vecino, que se esmera día y noche en dominar la guitarra; su voz que adelgaza para cantar como solterona católica; y terminé otra vez hablando de ese fenómeno vibratorio que un día me mandará al asilo de trastornados. Mientras que el resto del mundo seguirá cultivándolo, adorándolo, procurándolo y subiéndolo de volumen. No vaya a ser que en un momento de silencio les diera por pensar.

viernes, 3 de agosto de 2012

Si yo fuera dios


Hablaría con las beatas. Les diría que ya estoy volviéndome loco con tanta repetición de avemarías y padrenuestros, que por culpa de ellas me puse tapones en los oídos y ahora no escucho a nadie. Señoras, pónganse a leer poesía, a Sor Juana, a San Juan de la Cruz, también a Sabines y Gorostiza y Villaurrutia. Trabajen toda la vida en escribir un poema, un gran poema con el que me van a adorar y sólo recítenmelo una vez, pues soy dios y entiendo a la primera.
Si fuera ese dios que está en todas partes y todo lo ve, me sonrojaría un poco por vigilar a las adolescentes en la ducha. Haría el propósito de quitarme el maldito vicio de meter las narices donde no me llaman, de pillar a los niños cuando mienten.
Me causaría ternura la gente que en verdad cree que la fe mueve montañas, como si no les bastaran miles de años de historia para concluir lo contrario. Supongo que despreciaría al papa por inventarse que es mi embajador, por predicar que soy un postestalinista que envía a un gulag ardiente a cualquier librepensador.
A los que me llaman Alá, les diría que me encanta el alcohol y otros excesos, que me parezco más a Dionisio que a esos tediosos todopoderosos inventados en Oriente Medio. Es más, recordaría con nostalgia las formas y modos que me dieron en la Grecia antigua; agradecería sus versos, mi protagonismo en sus relatos.
Sobre todo, les agradecería a esos helenos que no me dejaron solo, pues con la invención del monoteísmo me pegaba unas aburridas sin fin. Me quitaron a Afrodita y resultaba que para estar con una mujer había de enviar un emisario que la preñara por telepatía.
Si yo fuera dios preferiría escribir mi mote en minúsculas. Por favor nadie me llame Dios Toscana. Me parecería un exceso que el pronombre “él” lleve mayúsculas cuando se refiere a mí. Si yo obedezco las leyes naturales, ¿por qué no obedecen ustedes las ortográficas? La RAE dice que la mayúscula es señal de respeto, como si llamarle a alguien Idiota fuese más respetuoso que simplemente idiota.
Quizá lo que menos me gustaría de ser dios sería lidiar con los muertos de cada día. Alrededor de 300 mil diarios, venidos de todo el mundo, llamándome con distintos nombres y adorándome a su manera. Mentira que tengo don de lenguas. Hay gente que pasó la vida orando y no le entendí ni jota. Ahora será muy cansado explicarles que la eternidad y la inmortalidad del alma y la reencarnación son cosas que se inventaron ellos solitos, hacerles ver que el hombre, después de muerto, tiene la misma suerte que un pinacate. Es triste verlos marcharse, cabizbajos, hacia el no ser.
Cuando estoy cansado, mando a Aristóteles para que los eche. Con su toga, barba y mirada inteligente, bien da el gatazo de ser dios. Sócrates no, pues es muy feo.
Ya hablé más de la cuenta y entonces debo confesar que a algunas personas sí las recibo en el paraíso. Son filósofos, escritores, artistas, científicos, lectores astutos, quienquiera que dedicó la vida a cultivar el cerebro. La gente ordinaria aburre en un minuto. ¿Qué serían los siglos de los siglos con tipos sin conversación, sin ideas, con gente que pasó la vida viendo tele y futbol?
También confieso que no la pasamos siempre conversando, y el desequilibrio que nos dejó la historia lo remediamos con las once mil vírgenes.